APUNTES SOBRE TEMPRANAS PRESENCIAS DE INTÉRPRETES COSTEÑOS

EN EL INTERIOR DEL PAÍS

 

C. A. Echeverri-Arias, Medellín, noviembre de 2017.

 

Se ha considerado por algunos que es Lucho Bermúdez a quien se le debe la siembra pionera en Bogotá de la música costeña. Pues bien, para aclarar y comprender mejor esa dinámica hay que tener en cuenta eventos previos y simultáneos: de finales de los años veinte hasta más o menos promediar los años cuarenta desfilaron también otros exponentes de las músicas que, difundidas por medio de emisoras, hoteles y otros escenarios de toque y baile en localidades de la región interandina de nuestro país, vinieron a renovar los repertorios de la música popular hecha en Colombia.

 

En los carnavales estudiantiles de Bogotá estudiantes costeños conformaron murgas afines a la música que llegaba de las Antillas y a la del litoral Atlántico: en junio de 1928, a poco de comenzar los festejos del Carnaval Estudiantil, se llevó a cabo en el Salón Olympia una velada a cargo del Centro Departamental de Estudiantes: el programa incluyó piezas “de sabor costeño, sobresaliendo las populares cumbias y danzones”.

 

A mediados de los años treinta Pascual del Vecchio era dueño de un almacén de ropa que se llamaba “Barranquilla”, situado en la almendra comercial de Bogotá (calle 14 con la carrera séptima), mismo que él promocionaba en la prensa como “consulado costeño”; de su iniciativa parte otro influjo: la fundación en 1936 del Centro Social Costeño que vino a acoger a barranquilleros que estaban ya asentados en la capital y algunos otros oriundos de la región costeña que  llegaban a estudiar luego de que los gobiernos liberales de la época le introdujeran reformas a la educación pública, reformas que ampliaron la llegada de estudiantes de provincia a cursar estudios superiores. El club privado Centro Social Costeño se fundó con subvenciones del Departamento del Atlántico y del municipio de Barranquilla. Su primera sede estuvo localizada en el barrio Santa Fe: calle 22 con la carrera 5a, a finales de 1943 se mudan para la calle 23 No. 6-24 y de mediados de los años cincuenta, ya con nueva razón social (Club Caribe Ltda.) a la calle 22 No. 8-40, en operación hasta 1962-3 al parecer. Club donde solían presentarse los músicos costeños que pasaban por Bogotá, con tertulia bailable los domingos. Entre otros, fueron socios los hermanos Alfonso y Saúl Senior, Enrique Ariza Ramírez, Roberto Carbonell y Enrique López Herrera. Se conocen dos grabaciones, anunciadas en 1946, autoría ambas de José Barros (RCA Víctor Vi-900018: Las Pilanderas / Cipote caimán), cantadas por él mismo y acompañado por la “Orquesta del Club Costeño de Bogotá”. Factible que hayan habido otras grabaciones realizadas por los elencos que se presentaban allá, si no en discos comerciales, sí en acetatos radiales.

 

Una reveladora fotografía en un recorte de prensa (periódico ni fecha identificados) pero cuyo pie de página da pistas, nos muestra a Lucho Bermúdez (al extremo derecho) como uno de los nueve integrantes de la Sur América Jazz Band (1931-1938) grupo que se presentaba en el grill Le Lido: (…) “El repertorio de esta orquesta, sumamente interesante y variado, proporciona a los aficionados al baile, programas sumamente atractivos”.

Sur América Jazz Band, Bogotá hacía 1936-7.

       Agrupación que venía de figurar en la escena capitalina con presentaciones por las emisoras HJN, HKF, en el Hotel Granada, en el teatro Faenza (velada que tuvo lugar en enero de 1934 en homenaje a Carlos Julio Ramírez, donde también se presentó el Trío Matamoros). El pie de foto de la imagen no identifica la plantilla pero dice que aparece el director: se logra identificar al italiano Alfredo Squarcetta (el más alto, al centro), tras la muerte del maestro Alberto Castilla en junio de 1937, el llamado a reemplazarlo en el Conservatorio de Música de Ibagué fue Squarcetta: lo anterior permite datar la imagen hacía 1936 o del primer semestre de 1937.

 

Igual, es importante la cuasi desconocida actividad de Juan B. Abarca Rovira (Ciénaga, 1904 – Bogotá, 1974) quien llegó al altiplano en abril de 1934 como parte del elenco de la Jazz Band Orozco (de Efraín Orozco, de la cual hacía parte el trompetista cubano Esteban García). A mediados de 1936 se lo sitúa en Medellín, donde se da a conocer con un grupo de unos siete músicos: “Juan Abarca y su Pandilla”, ya en 1937 van a figurar como “Los Negritos”: el peruano Ricardo Romero (“Negrito Jack”) tras desvincularse de la Orquesta Sosa se hizo cargo a mediados de 1940 de la batería y los timbales. Tres “rumbas costeñas” graba Abarca hacía 1940-1 para el sello Victor, figurando como “Conjunto Rítmico”: María Teresa, (Vi-83390-B), La Sabrosa (Vi-83392-B) y La Traviesa (Vi-83393-B).

Los Negritos, Voz de Antioquia hacía 1938-1940. Abarca con el acordeón.

Discos de la colección de Sergio Quiróz Ochoa (Envigado).

       A mediados de 1942 Juan Manuel Valcárcel (músico español que había integrado en 1939 la O. Blanco & Negro que compartió tarima con la O. Casino de la Playa) conforma en Medellín el grupo “Juan Manuel y sus Vagabundos”, de su elenco hicieron parte durante ese año Antonio María Peñaloza y Alejandro “Alex” Tobar (que entre 1940 y 1941 integraron la O. de la emisora Nueva Granada de Bogotá). Abarca se vinculó al grupo de Valcárcel en octubre de 1943, presente él en la escena musical de Medellín hasta más o menos 1945, luego se residencia en Bogotá. Hacía el mes de abril de 1947 lleva al disco un par de discos con piezas de José Barros: RCA Víctor 23-0577 (Decepción, tango / No sé qué pensar, tango) y RCA Víctor 23-0585 (El Suicida, tango / Mira lo que has hecho, vals), cantadas por el compositor, en los marbetes figura con el respaldo de “Juan Abarca y sus Muchachos”.

 

Documentada una partitura: Cariñito (Letra de Enrique Arizú, Música de Ismael Tobar, el padre de “Alex” Tobar) editada por Ed. BINI en septiembre de 1937. Se trata de una cumbia colombiana: particularidad que, hasta ahora, la convierte en la más remota pieza documentada de música bailable del litoral Atlántico compuesta por un músico del interior del país.

 

Agosto de 1938 es un mes importante por los eventos que tuvieron lugar en Bogotá en el marco de la celebración del cuarto centenario de su fundación. Aparte de la música docta se le dio espacio a músicas populares. Además de artistas nacionales y extranjeros, acudieron veinte murgas pueblerinas, varias participaron en un concurso celebrado en el Teatro Colón, entre ellas un grupo de gaiteros de María la Baja (Bolívar). José Joaquín Jiménez hacía la semblanza de un gaitero y transcribió la letra de uno de sus cantos. Igual un medio escrito le va a dar cabida a una crónica sobre el folclor del litoral pacífico: “El perejú, pasaporte de negros en un país de zambos y mestizos”, acaso en lo corrido del siglo y a lo largo de la entrante década el único texto de su tipo que se llegó a publicar en el país “central”.

 

En la función de gala de apertura del Festival Iberoamericano, que tuvo lugar en el Teatro Colón el 6 de agosto de 1938, Adolfo Mejía Navarro estrena su Pequeña Suite (al conjugar en las estructuras de la música erudita nacional, música del litoral Atlántico con aires de cordillera, obra pionera): consta de A. Bambuco, B. Canción, C. Torbellino y Marcha, D. Cumbia. Mismo escenario donde se verá el día 19, con coreografía de Jacinto Jaramillo Jaramillo un grupo de danza de cuatro parejas que interpretaron cuadros de bambuco y cumbia, grupo que un mes antes se había presentado en el coso de la Santamaría en el marco de un variado festival artístico, un anuncio describió como “baile típico” a la cumbia.

 

Trampolín que también posibilita la gira y significativa presencia en el país central de la Orquesta Sosa, con plantilla de 14 músicos: en la capital se presentó del 23 de julio al 28 de agosto de 1938, alternó con Orquesta Swing Boys, Orquesta Centenario y el Conjunto de Johnny Rodríguez. La Sosa estuvo en Medellín del 8 al 19 de septiembre, en su repertorio incluyó “bailes típicos de la costa, estilos afrocubanos y fox-trot con ritmo moderno”. Esta es la única gira por el interior que se ha logrado documentar pero parecería que en otras oportunidades habrían visitado más localidades del país central si nos atenemos a unas palabras de Pacho Galán: "Teníamos contratos permanentes, especialmente en el interior. Viajábamos casi siempre por el río…"

 

Igual habían pasado por Bogotá: Gabriel Escobar Casas (1939), “el portador de un mensaje de arte del pueblo del Atlántico” se presentó en la emisora HKF: un tolimense él con corazón costeño pues se había casado con barranquillera (padres de Al Escobar); el dueto de los Hermanos Valencia (1939); Los Canarios de la Costa (1939: conjunto de cuatro integrantes); Esther Forero Celis hace su primera gira nacional, visita Bogotá y otras capitales interandinas (1939-1940).

 

Para encontrarle más sentido a lo anterior (y a lo que vino después) hay que tener también presente el programa radial la “Hora Costeña” y dos lugares de toque y/o baile: uno el “Café Palacio” situado en la llamada “zona cafetera”, de obligada cita para tertulias y música en vivo: foco de atracción de bogotanos y costeños que se estimulaban con la trompeta de José Acosta Calderón, y “El Romedal”, un dancing popular caracterizado por hacer sonar solo aires negros frecuentado por personas de diferentes procedencias sociales.

 

P. Del Vechio, con la colaboración de Juan Zapata Olivella, había concretado la idea de alquilarle a Manuel J. Gaitán un espacio en su emisora La Voz de la Víctor. Lo que posibilitó que las actividades de la colonia costeña se complementaran con difusiones radiales de su música. La Hora Costeña comenzó a trasmitirse el 23 de marzo de 1942 y de septiembre de 1948 en adelante por la emisora Mil Veinte: Ariza Ramírez, que se había vinculado a la emisora a finales de 1940, haría su programación con algunas de las tempranas grabaciones suministradas por Antonio Fuentes (quien vino a difundir sus primeros discos instantáneos radiales en 1939-40, y no desde 1934 como ha hecho carrera), con instantáneos de otros poseedores de cortadoras de acetatos y con fonogramas del sello Víctor (por la Orquesta Emisora Atlántico Jazz Band) y del sello Odeón (con ediciones especiales para la Voz de los Laboratorios ‘Fuentes’), también con grabaciones Victor de la Orquesta A No. 1 (comercializadas desde 1943) y porros de Emilio Sierra Baquero (desde 1944).

Marbete de disco grabado hacía 1941-1942 en Argentina, y detalles.

Disco de la Colección de Sergio Quiróz Ochoa (Envigado).

       Gustavo Enrique Fortich Morales, que había comenzado su vida artística en Barranquilla en 1935 viajó a Bogotá hacía 1937-8 a estudiar música en el Conservatorio. Fortich Morales y Roberto Antonio Valencia Serna, estando ambos trabajando en diciembre de 1940 en el Club Deportivo Social de Honda con sus respectivos grupos (“Fortich y su Conjunto” y “La Orquesta Valencia”) formaron el dueto que se distinguió por: 1) retomar la propuesta de “costeñizar” el bambuco hecha en Barranquilla por el “Trío Carlos Andrade y sus Muchachos”, 2) nutrir su repertorio con piezas de la Rumba Criolla. En 1940 Valencia Serna había cantado a dúo con Luis Carlos Meyer por la Voz de Antioquia.

 

Y por último, la presencia de lo costeño en el incipiente cine nacional del primer lustro de los años cuarenta:

1). En “Allá en el trapiche” (dirigida por Roberto Saa Silva, producción de 1942 estrenada el 8 de abril de 1943) Pedro Caicedo acompañado por un conjunto dirigido por Alberto Ahumada canta de José Macías el “porro cartagenero” Mario Fernández; otro tema, compuesto por Ahumada para la película, fue Cumbia Negra.

2). En “Antonia Santos” (dirigida por Miguel Joseph y Gabriel Martínez, producción de 1943, estrenada en 1944) una de los cuatro números musicales es La queja del boga de José Barros, interpretada por Maruja Yepes (sonido grabado en disco y luego sincronizado).

3). En “Golpe de gracia” —su título provisional fue “Apariencias que engañan”— (dirigida por Emilio Álvarez C. y Oswaldo Duperly A. estrenada el 12 de julio de 1944) Fortich y Valencia interpretan Porro Bogotá; también Ricardo Romero (“El Negrito Jack”) y Luis Carlos Meyer cantan (Meyer interpreta un porro); la pareja conformada por Lucina Valencia (esposa de Antonio María Peñaloza y hermana de Roberto Valencia) y José Perea Mosquera bailan ese ritmo y probable que acompañaran el del citado porro —Perea Mosquera estableció una exitosa academia de baile en la ciudad ese mismo año—. Cinco emisoras se vincularon a la filmación: Nueva Granada, Voz de Bogotá, Emisora Suramérica, Radio Continental y La Voz de la Víctor (se hace una representación emulando el programa de La Hora Costeña).

4). En “Bambucos y corazones” (dirigida por Gabriel Martínez, producción de 1944, estrenada el 9 de mayo de 1945) la Orquesta del Caribe interpreta Prende la vela y al parecer, la asesoría musical de la película estuvo a cargo de Lucho Bermúdez.

5). En “La canción de mi tierra” (dirigida por Federico Katz y Carlos Chiappe, Cofilma, Medellín), se rodó en septiembre de 1944 y su estreno tuvo lugar el 2 de abril 2 1945, se interpreta una pieza no especificada de Lucho Bermúdez.

Cipote caimán (José Barros) José Barros y Orquesta Club Costeño de Bogotá.

Decepción (José Barros) José Barros con Juan Abarca y sus Muchachos.


Fusión del bambuco con la gaita costeña

 

Por ARNOLD TEJEDA VALENCIA* 

 

La rumba criolla no solo ha sido el ritmo colombiano nacido de la fusión del bambuco fiestero con la rumba cubana, como lo expliqué en un artículo anterior. La simbiosis sonora entre nuestro ritmo andino con sabor caribeño se ha extendido a la gaita, una de las tantas expresiones folclóricas que desde hace muchos años ha incidido en la alegría que concita al baile en el país. Del bambuco ya conocemos su historia. Ahora trataré de explicar de dónde salió ese ritmo denominado “gaita”, que Lucho Bermúdez, orquestalmente, con su sapiencia imaginativa, popularizó nacional e internacionalmente.

 

Inicialmente tenemos que partir de los grupos musicales del folclor llamados así, “gaiteros”, conformados instrumentalmente por los pitos aerófonos, hembra y macho, elaborados del cilíndrico madero que sujeta, en su interior, la parte blanda del espinoso cardón, acompañados por los tambores llamador y alegre, el maracón y, recientemente, la tambora. Para que los ritmos más apegados a esta cultural musicalidad fueran interpretados por los famosos Gaiteros de San Jacinto (cumbia, porro, merengue, puya, maestranza), tuvo que darse un largo proceso que partió, desde antes de la Conquista, de la Sierra Nevada de Santa Marta en sus representativas etnias de Koguis y Arhuacos, llamando la primera de ellas a las gaitas con los nombres de kuisi bunzi (hembra) y kuisi sigi (macho). 

 

Del macizo montañoso aledaño al mar Caribe, los grupos indígenas de gaitas se extendieron a las poblaciones zenúes, chimilas y pocabuyanas, lo que permitió que en tierras pelayeras y en sus sabanas tropicales aledañas, como en la extensa depresión Momposina, surgieran muchos grupos de gaiteros conformados por pescadores, artesanos, agricultores, corraleros y pequeños comerciantes. El mestizaje cultural fue determinante para que los nuevos cantos tuvieran una matriz triétnica, facilitando esta difusión sonora y danzante el surgimiento de las conocidas bandas de viento a finales del siglo XIX. Los precursores de este movimiento musical en San Pelayo fueron los hermanos Paternina Olivero, hijos de Leonidas Paternina, un notable gaitero llegado a esa localidad desde Sincelejo.

Primo Paternina.
Primo Paternina.

Transcurría el año 1905. En Santa Cruz de Lorica vivía el maestro de música cartagenero Miguel Coneo, que fue el encargado de desarrollar en esa hermandad pelayera sus aptitudes artísticas en los metales y los cueros de las bandas ya existentes en la región. Todo por la iniciativa del padre de los Paternina. Así sus hijos, y él, saltaron del grupo de gaita inicial a la banda de viento, que fue la primera de San Pelayo, proceso en el cual también intervino otro maestro de música llamado Manuel Zamora, de Repelón (Atlántico), que tuvo en Lorica su morada ideal para perfeccionar y luego transmitir sus conocimientos musicales.

 

Con los normales altos y bajos de cualquier proyecto o aspiración superior en la vida, nació la Banda Ribana de San Pelayo, integrada por Primitivo Paternina (cornetín y director), mientras sus hermanos músicos se distribuyeron instrumentalmente así: Leonidas Jr. (bombardino), Martín (marcante o tuba), Pedro (bombo), Gabriel (platillos), a los que se les agregaron “El Negro” Sáenz (clarinete), Jesús Sierra (clarinete) y Reinaldo Guerra (redoblante). Lo curioso en la naciente banda estribó en que el viejo Leonidas Paternina siguió tocando su gaita hembra en ella por tener una altura en su sonido muy similar al clarinete. Al poco tiempo, llegó un grupo numeroso de músicos formados para fortalecerla instrumentalmente, a semejanza de las bandas de viento actuales.

 

En 1918 surgió en San Pelayo otra banda en su historia musical. Se trató de la Banda Bajera de San Pelayo, dirigida por Daniel Luna. Y en 1925, rompió fuegos la Banda Central de San Pelayo, siendo su conductor Pablo Garcés. En este proceso orquestal surgido en el musical municipio cordobés, donde año tras año es celebrado el reconocido Festival del Porro, vio la luz rítmica el porro pelayero o porro palitiao, según algunos creado por Primitivo Paternina y para otros por Alejandro Ramírez, músico que hizo parte de la Banda Ribana años después de haber sido conformada.

 

Las controversias sobre estos álgidos temas nunca terminan, siempre están abiertas. Pero de lo que se trata es resaltar que el porro pelayero fue una nueva forma de interpretar este ritmo que se ha basado en el marcado acento de los golpes de las baquetas o palitos del ejecutante del bombo sobre el aro de madera que está en la parte superior del instrumento. Así mismo, consta de unos movimientos estructurales para interpretarlo, como la contradanza en sus inicios y, luego, el nexo de los metales que permiten un segundo movimiento, mientras las baquetas golpean el aro para que entre el primer tercio de clarinetes, algo heredado de la lentitud rítmica de los tradicionales grupos de gaita y que en las bandas pelayeras se ha conocido con el término de “bozá”.

 

Y en cuanto a las orquestas tipo big band, Lucho Bermúdez fue el primero en proporcionarle una completa conjugación de las secciones del porro palitiao al fundamentarle unos cambios que le crearon una manera diferente en su interpretación, que fue muy urbana, para que su clarinete, con la influencia del jazz norteamericano, a la sazón de Benny Goodman, le permitiera lo que ha sido concebido como gaita en cuanto ritmo.

 

Ese fue el ritmo que tomó Pacho Galán para fusionarlo con aquel bambuco lento, y no fiestero, que el trompetista de Soledad (Atlántico) llamó “bambugai”, una bien librada palabra por su ternura sonora, del que solo, infortunadamente, escribió una pieza a la que tituló, precisamente, “Bambugai”. Salta a la vista, de esta forma, los lazos fraternos de unos compases instrumentales que por sus venas han corrido la sangre musical de una identidad basada en los cantos montañosos del serpenteante coloso andino con aquellos de la inmensidad salina de la acuosa formación movida por las corrientes y las olas. El bambuco y la gaita se casaron para procrear el ritmo de marras.

 

Lo hecho por Rafael Godoy en su bambuco “Soy colombiano” y el camino musical trajinado por Lucho Bermúdez, con igual intención patriótica al componer su cumbia “Colombia tierra querida”, reunieron en Pacho Galán el buen sentido de identidad nacional de los hijos de este país por medio de su pieza y de su ritmo descritos. Una maestra fusión que realizó ese mago de los sonidos al empatar la gaita de su caribeña tierra con el bambuco de los arrieros andinos. Eso encontré en el desordenado orden de mis discos. Por fortuna, el Lp. Atardeceres Colombianos (Discos Tropical, 1204), en el que aparece el fusionado tema “tropiandino”, aún lo conservo por salvarse de un cleptómano investigador no mariano de religión, pero, eso sí, una arrasadora candela para apropiarse de los discos que no son suyos. Y más si son de mi apreciado Pacho Galán. Fueron nueve los elepés que perdí de la manera más mamerta. En todo caso, es mejor aliviar ese pesar con la alegría que me embarga al escuchar, nuevamente, el tema “Bambugai”.

 

En esa pieza cómo se nota la orquesta bien ensamblada de Pacho Galán con sus 15 músicos, sobresaliendo el ejemplar dúo instrumental de los clarinetistas Alex Acosta y Lucho Rodríguez Moreno en diálogo con las trompetas de Chicho Medina, Manuel de J. Povea y Armando Galán. A la orquestación del tema, Pacho Galán les hizo unos estratégicos cortes que el pianista Dagoberto Almanza aprovechó para darle paso, primero, a la cuerda de saxofones compuesta por los clarinetistas anotados (altos), Mariano Hernández (tenor) y Lucho Vásquez (barítono). Para luego hacerlo con el dúo vocal de Tomasito Rodríguez y Orlando “El Tigre” Contreras, que, en expresivos estribillos, se les escucha:

Hay que bailar el bambugai/hay que gozar el bambugai, en dos oportunidades. Y Tomasito Rodríguez, como siempre, animó alegremente la pieza con expresiones como: Bambugai para ti, cachaquita linda, además de: ¿Te gustó, sumercé? ¡Rico!  Para rematar: ¡Qué rico el Bambugai! 

 

Entre tanto, los golpes de Pompilio Rodríguez fueron certeros para afianzar, en su batería, la concordancia métrica entre el bambuco con la tradicional gaita costeña, ante las señales rítmicas emitidas por el bajista Franco Galán. El conguero Efraím Rodríguez, a su vez, secundó los golpes tamboriles, platilleros y cencerriles de su hermano Pompilio. ¡Tremenda orquesta! Este Lp. es un verdadero atardecer andino con otros cinco bambucos, cuatro pasillos, un vals y una guabina. Escucharlo causa un inmenso placer de melómano consumado, dichoso con lo hecho por nuestros artistas. Esta vez, Pacho Galán.

Jorge Villamil y Pacho Galán.
Jorge Villamil y Pacho Galán.

Bambugai (Pacho Galán) Orquesta de Pacho Galán - Gaita.

Nelson Pinedo - In a Latin in America.
Nelson Pinedo - In a Latin in America.

Bésame morenita (Alvaro Dalmar) Sonora Matancera - Guaracha.


 

Bambucos con arreglos caribeños

 

Cuando la capital de Cuba acogió artísticamente al cantante colombiano Nelson Pinedo, este llevó en su maleta unas partituras que le permitieran hacer efectiva su ansiada oportunidad para convertirse, hazañosamente, en un hombre de vuelo vocal internacional. Los nombres de José Barros, Rafael Escalona, Rafael Campo Miranda, Luis Carlos Meyer, Efraín Orozco, José María Peñaranda, Antonio María Peñaloza, Pacho Galán y Álvaro Dalmar, fueron aquellos salvavidas que logró tirar, forrados en pentagramas, para convencer a aquellos que querían escuchar un buen intérprete que se saliera de las acostumbrados vibratos y melismas reinantes en sus populares cantantes. Y el barranquillero si que lo fue. Y La Sonora Matancera la institución del bello arte en lo popular para catapultarlo de acuerdo a lo que veía en sus sueños.

 

Entre ese cúmulo de partituras se hallaba la del bambuco “Bésame morenita”, del último compositor de la lista expuesta. En 1954 Severino Ramos, arreglista de la Matancera, ya conocía a Nelson Pinedo por otros arreglos que les hizo, un año antes, a unas piezas tejidas con las agujas del quintillo cubano que siempre agració la musicalidad isleña. La guaracha fue el giro rítmico que predominó para vestir los extraños papeles que el rebolero les mostró al inquieto “Refresquito” para abrirse la ruta de buen Almirante con una bitácora que le permitiera marear, exitosamente, los movimientos melódicos del barco matancero.

 

Por esta agradable sonoridad caribeña, el bambuco fiestero de Álvaro Dalmar rompió con el localismo andino que en él reino para convertirse en una fenomenal guaracha para ser bailada, con mucho garbo, en los diversos entornos latinoamericanos ansiosos de alegría. Sin que sea desdeñada, bueno es decirlo, la magistral grabación que realizó nuestro barítono Carlos Julio Ramírez con el trío de su bogotano compositor. 

 

Desde cuando Lino Frías introduce el tema con un palpitante tumbao de piano, en nuestro bambuco se siente el sabor cubano de la guaracha picaresca y sensual en su ejecución. Las trompetas de Calixto Leicea y Pedro Knight, después de los primeros compases pianísticos, se apropian de la melodía con sus metales de brillantes zumbidos. El resto de la cuerda rítmica (bajo, piano, timbalito, conga, guitarra y maracas), simplemente se extasió sentando las bases de la movida guaracha. De esta manera, Nelson Pinedo solo tuvo que medir sus entradas y hacer la voz prima del coro, sin interrumpir la continuidad de su canto solista, al ser acompañado por Caíto con su acostumbrada segunda voz de contra tenor y la de Rogelio Martínez, en tono más bajo, para corear en tercera voz.

 

Otro bambuco fiestero, esta vez arreglado rítmicamente como porro, ha sido el titulado “Agáchate el sombrerito”, de la autoría de Jorge Áñez, bogotano que desde joven supo formarse académicamente para triunfar. Su biografía es interesante. Conocer sobre su vida es profundizar en los conocimientos de nuestras raíces andinas en lo musical. Su famoso bambuco fiestero en la voz de Carlos Julio Ramírez es otra fantasía auditiva que nos implementa no solo su sutil melodía, sino que nos sirve para comprender el papel del arte en la virtud o disposición en cuanto a la concepción del conocimiento que facilita el hacer todo en la vida con el amor y la estética que exige la madre de las artes.

 

Bajo esta fórmula de vida, otro músico con muchos laureles en este arte ha sido Clímaco Sarmiento, el verdadero soporte de la exitosa Orquesta de Pedro Laza y sus Pelayeros en sus papeles de instrumentista, compositor, arreglista y director. En Discos Fuentes se convirtió en una autorizada pluma y en un gigante para estar al frente de los más calificados músicos. Los arreglos y la dirección de la importante orquesta cartagenera cuando inauguró el sonido estéreo en ese sello discográfico, en 1960, son de una notable capacidad profesional, como también lo fue su aporte autoral en muchas de las piezas seleccionadas para esta formidable edición.

 

En el porro “Agáchate el sombrerito”, su conversión de bambuco fiestero en un ritmo costeño como el anotado, tuvo que estar acompañado de una dinámica sonora que Clímaco Sarmiento logró encontrar en el llamado porro “El buré”, grabado por La Sonora Cordobesa cuando Juan Oviedo, su compositor y arreglista, le imprimió una mayor fuerza participativa a los saxofones en el momento que responden a los llamados de las trompetas en unos tiempos más rápidos, acercándose mucho a los linderos rítmicos del paseaíto. El porro, así interpretado, popularizó su variante de buré de tal manera que hizo mover lo tradicional en la ejecución de este ritmo por ser más urbano, por tanto, con más motivaciones bailables en los núcleos citadinos acostumbrados más a las orquestas que a las bandas de viento, que carecían de saxofones.

 

En este nuevo trabajo de la agrupación cartagenera, que se valió, una vez más, de aquellos músicos duchos profesionalmente en los distintos estudios de grabación de Medellín, Discos Fuentes incluyó en el repertorio del Cd. Pedro Laza  en Percusión  (D11427), el promocionado bambuco de Jorge Áñez que Clímaco Sarmiento marcó con una flexibilidad y unas disonancias sonoras donde las síncopas que escribió le permitieron gozar de una armonía con un colorido y una fluidez que indicaron una nueva forma de transitar por los caminos del porro con semejante sonido salido, de manera selecta, de unos instrumentistas de alta capacidad académica. 

 

El bambuco “Agáchate el sombrerito” así pudo convertirse en un tema no solo andino sino nacional para ser bailado. Una integración que los artistas nos han facilitado por medio de su arte ajeno al excesivo etnocentrismo que nos embarga para atizar la llama de los regionalismos obstaculizadores del amor infinito por lo nuestro en su concepción nacional.

Pedro Laza
Pedro Laza

Agáchate el sombrerito (Jorge Añez) Pedro Laza - Porro.

Chelito de Castro
Chelito de Castro

Yo también tuve 20 años (José A. Morales) Saulo Sánchez.


 

Y el Caribe sigue teniendo presencia, por otro lado, en el bambuco como pretexto rítmico y melódico en el arreglo que le hizo Chelito De Castro a la pieza “Yo también tuve 20 años”, de la cosecha del productivo José A. Morales, otro de los consagrados músicos de Colombia en las bellas tonadas andinas. Sus melodías y sus letras lo han exaltado para hacer parte de la galería sublime de la musicalidad nacional, que los corazones de los millones de compatriotas han sabido guardar, como melómanos, en el baúl de sus recuerdos. De otra manera no puede explicarse que sus obras “Pueblito viejo” (vals), “Campesina santandereana” (bambuco), “Pescador, lucero y río” (pasillo), María Antonia (bambuco), y tantas más de su formidable pluma, hayan ocupado un lugar privilegiado, junto con “Yo también tuve 20 años”, en la identidad orgullosa de haberse nacido en Colombia.

 

Si este último bambuco fue tenido en cuenta por Chelito De Castro en el Cd. La fiesta de Chelito (Fuentes, D11088, 2001) fue por algo. Ese algo no puede ser otro que en su conciencia de músico del Caribe colombiano grabó para siempre en su memoria cuando lo escuchó, siendo niño, en los tiempos cuando el bambuco en la tierra de la cumbia todavía se le hacía reverencia. Y que conste: este pianista que hizo una vertiginosa carrera al lado de Joe Arroyo, calculo, es 20 años menor de los que hemos subido los primeros escalones del séptimo piso vital. Y que tuvimos un rico contacto musical, principalmente en la radio, con los excelentes intérpretes vocales e instrumentales del interior del país.

 

La orquestación en salsa de este afamado bambuco ha sido un reto descomunal para bailarlo, de alguna forma, teniendo en cuenta su condición urbana, muy juvenil, con raíces caribeñas sembradas en Cuba con sus sones, guarachas y mambos, en los años sesentas, que puertorriqueños, con neoyorkinos a bordo, redondearon como un movimiento ensamblado de pitos metálicos, teclado, cuerdas y percusión para sazonar sus compases con ingredientes pastosos para su culinaria musicalidad. Es decir, en salsa pura y de la buena, así sea bastante alejada a los originales sonidos de los bravos de este movimiento afroamericano, con Ricardo Ray de comandante supremo. Chelito, en la onda romántica de Willie Colón, creo que hizo un trabajo muy ceñido a los cánones salseros de estos días.

 

Desde su introducción, con las trompetas del peruano Dante Vargas y el colombiano Dayhan Díaz, y las rápidas secuencias que llenan los trombones de Ramón Benítez y Moris Jiménez, cercanas a las usanzas del jazz, abren el camino vocal del sonero Saulo Sánchez cuando trompetas y trombones tocan al unísono, facilitándole al “Lavoe criollo” ser respondido por el notable coro salido de las voces experimentadas de Juan Piña, Álvaro Pava y Jorge Grajales, previa invitación del juego de trombones de dos finos músicos: uno, Benítez,  primer trombón, hoy, del Grupo Niche y Jiménez, que hace la misma función en el Grupo Galé, después de haber pasado por Fruko y sus Tesos y la agrupación de Jairo Varela. Luego son repetidas la segunda y la tercera secciones, para finalizar. En mi concepto, un buen arreglo de Chelito De Castro para bailarlo, gustosamente, con una buena dama amante del ritmo. O viceversa, para no posar de machista.

 

Una vez más lo caribeño le propone a propios y extraños que de las entrañas andinas es posible, como en efecto se ha demostrado, hacer congruentes unas producciones musicales que tomen vida bailable en unos aparentes ritmos irreconciliables o contradictorios. Pero el mundo de las sonoridades, partiendo de la infaltable y metódica armonía, es mucho lo que ha permitido para que la belleza pueda sondear la espiritualidad del orbe poblado por seres ávidos de melodías que los alegren, pero que, también, los enternezcan. Los ritmos andinos y caribeños han cumplido con ese innegable legado en sus condicionantes misiones. Aureolas máximas si los músicos de las guayaberas y los zapatos de dos tonos lo han logrado partiendo de los cantos humeantes de las neblinas montañosas.

 

Final

 

En el presente escrito he tocado un tema que antes no había tratado. Puede interpretarse como un complemento a lo que escribí sobre el origen y la trayectoria de la rumba criolla. Pero manoseando la modesta discoteca que tengo, si la comparo con la del caleño William Salas, desprendido coleccionista para socializar cuanto tiene, ella me ha servido, eficientemente, para programar en los obligados espacios radiales y en las reuniones amigables con duchos melómanos y coleccionistas de Medellín, Cali y Barranquilla. Por eso, me he encontrado con Pacho Galán y su “Bambugai”. Lo mismo que con Clímaco Sarmiento para saber de la existencia de sus trabajos con la Orquesta de Pedro Laza y sus Pelayeros, discos en los que pude toparme, sorprendentemente, con la conversión del bambuco “Agáchate el sombrerito” en un entusiasta porro buré. Y Chelito De Castro hacer lo propio con el bambuco “Yo también 20 años”, pero en salsa.

 

Es comprensible, por tanto, ser un trabajo con sus posibles limitaciones, porque ¿cuántos temas bambuqueros habrán sido fusionados o arreglados con otros ritmos o temas del Caribe? Podrían ser más de los que he expuestos. Y de eso se trata: tener en cuenta el ejercicio que hacemos con nuestros discos. A veces a mí me ha pasado encontrar en ese rebusque discográfico algunos temas que yo jamás sabía que los tenía, ¿a usted no le ha pasado? Lo nuestro no es una empresa de estricto funcionamiento, simplemente es una afición. Pero esa afición no puede quedarse, mecánicamente, en un amor por los discos, sino entenderla como una importante manifestación cultural que, a través de la música, nos ha permitido comprender cómo nuestros músicos, en alguna forma, han logrado avanzar en la concreción integradora, ciudadana, a partir de las notables diferencias idiosincrásicas entre lo andino y lo caribeño.

 

Se necesita, en grado sumo, conocer los conductos rítmicos pertinentes para encontrar, si existen, los aportes de las músicas llaneras y pacíficas al respecto. La lección aprendida en estos ajetreos artísticos nos la podemos explicar por la fidelidad de los hacedores de sonoridades alrededor del concepto de armonía, que trata, básicamente, de la combinación simultánea de sonidos salidos de diferentes instrumentos musicales para formar acordes y progresiones concordantes, a pesar de sus fraseos disímiles. No obstante, ello crea un efecto agradable que proporciona concordia. En síntesis, unidad.

 

En los pueblos modernos, civilizados, las armonías contenidas en las obras musicales cultas, como en las populares, en la práctica son armoniosas por aquello de ser concomitantes con el concepto de sociedad como un bien público que posibilita el entendimiento y el respaldo entre sí. Eso fue lo que hicieron Milcíades Garavito y Emilio Sierra con sus rumbas criollas. Extendido esto, a lo realizado por Pacho Galán con su “Bambugai”. Lo mismo podemos decir de Clímaco Sarmiento y Chelito De Castro con sus arreglos de bambucos transportados a ritmos bailables del Caribe.

 

Los coleccionistas de discos no somos, por tanto, unos robots para no pensar en la relación de los discos que poseemos con la dinámica social y política del país. Nuestros artistas, por ejemplo, no pueden seguir muriendo por la desatención de Sayo o por la insensibilidad de los gobernantes sin visión estética al no considerarlos seres constructores de una cultura enmarcada en el conjunto de valores que constituyen la tradición, o sea, la historia que nos identifica rompiendo las barreras que nos separan por proceder de una región en presunción de ser la mejor que las demás por enfermizos etnocentrismos.

 

Los discos que escuchamos y coleccionamos nos invitan a lo no violencia, la concordia comunitaria y al amor con amor. También sabemos de aquellos donde detestan el trabajo, discriminan a la mujer o son una sarta de vulgaridades. En tal sentido, el deber kantiano como responsabilidad y la virtud planteada por Aristóteles sobre la base del buen ejemplo y concebir la armonía en la música como factor sensible que hacen notar a los compositores intelectualmente, no pueden quedar a medio camino. Y tampoco olvidar, en nuestra condición de coleccionistas, el papel de promotores de cultura. Sin dejar también en el olvido que en la cotidianidad el arte popular nos llama a la integración, por eso existen ACME, la revista Melómanos. Documentos, La Corporación Club Sonora Matancera de Antioquia, y tantas más a lo largo y ancho de Colombia.

 

Los malos políticos y los malos activistas religiosos nos separan, nos dividen hasta la abominable polarización llena de odios. La música, por el contrario, nos une a pesar de las consabidas diferencias, que son normales. Quienes las eleven a contradicciones irreconciliables, están urgidos de resocialización. Si en el Caribe colombiano nos alegramos de los logros deportivos de un ciclista boyacense llamado Nairo Quintana o del antioqueño Fernando Gaviria, en el fútbol el caribeño Falcao García llena de orgullo a todo el país. En eso consiste el admirarnos y respetarnos como colombianos.

 

Los ejemplos tomados de los fraternos músicos andinos y costeños en materia de armoniosa correspondencia social, es más que un deber de ejemplares coleccionistas. Y como tal, sentir que el país no puede seguir en las tramas de la politiquería, la corrupción, la violencia y la antidemocracia. Por lo que podemos informarnos diariamente, las calamidades en las que estamos inmersos nos exigen fijar una posición vertical sobre tan funestos problemas. No con un trapo político específico, sino con una visión conjunta, amplia y pluralista, poniéndonos de acuerdo en lo fundamental, como lo propuso Álvaro Gómez Hurtado en un aciago momento cuando el narcotráfico impuso un elefantino gobierno. Que luego se repitió, de manera infame, con el salvaje “narcoparamilitarismo”. Así podremos poner en raya a las extremas derecha e izquierda. Y también a los politiqueros de todos los colores partidistas. Unos y otros, son los que tienen jodido a Colombia.

 

Los melómanos y coleccionistas tenemos opiniones que deben ser conocidas. Somos una institucionalidad que mucho puede aportar. Es mi pensar para la reflexión, nunca para imponer. No mirar un poco más allá de nuestros discos, nos pone en una posición incómoda ante el don de gentes que siempre manifestaron, en sus vidas, los ilustres Pacho Galán, José Barros, Lucho Bermúdez, Milcíades Garavito, Álvaro Dalmar, Emilio Sierra y tantísimos más que, con su arte, nunca nos llenaron de inquinas regionales y de malos pasos morales. Ellos siempre pensaron en lo que hoy nos proponemos: gozar de la vida en un país diferente reconstruido por todos. ¡Carajo, allí cabemos los melómanos y los coleccionistas por ser pensantes! Eso creo con firmeza.

 

BIBLIOGRAFÍA

 

GIRO, Radamés. Diccionario Enciclopédico de la Música en Cuba. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 2007, Tomo 2.

 

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PATERNINA NOBLE, Jesús. Antecedentes y Origen del Porro Pelayero. Barranquilla: S. E., 2015.

 

RICO SALAZAR, Jaime. La Canción Colombiana. Su historia, sus compositores y sus mejores intérpretes. Bogotá: Ed. Norma, 2004. 

 

RUÍZ HERNÁNDEZ, Álvaro. “Gaita, Fandango y Mapalé. Ritmo y Sabor de la Arena Caribeña”. En: Música Tropical y Salsa en Colombia. Medellín: Ed. Fuentes, 1992.

 

Barranquilla, mayo 21 de 2017.

  

*Miembro de la Corporación Club Sonora Matancera de Antioquia y de la Asociación de Amigos, Coleccionistas y Melómanos de Cali (ACME). Miembro del Colegio Nacional de Periodistas.

Correo Electrónico: arte1945@hotmail.com

Incidencia de la rumba criolla en la nacionalización de los ritmos del Caribe colombiano

 

Por ARNOLD TEJEDA VALENCIA* 


La música que se baila actualmente en Colombia tiene un origen caribeño que se remonta a los primeros 20 años del siglo XX. Mención especial merecen en esta importante manifestación histórica los colombianos Milcíades Garavito y Emilio Sierra, además de los cubanos María Teresa Vera y Miguel Matamoros, músicos con muchos reconocimientos en los anales sonoros de sus respectivos países. El bambuco andino de la suramericana Nación y la rumba nacida en la mayor isla de las Antillas, fueron los ritmos que permitieron desarrollar las afinidades y simpatías entre estos dos pueblos musicales de América Latina, que han sido y aún mantienen una alta calificación mundial.

Milciades Garavito
Milciades Garavito

Milcíades Garavito nació en el municipio de Fresno, al norte del departamento del Tolima, el 25 de julio de 1901. Sus estudios primarios los realizó allí, pero siempre atento, desde temprana edad, a las ejecutorias de su padre cuando desarrollaba aquellas actividades propias del maestro de música que fue, del cual llevó, orgullosamente, su nombre.

 

Pero el estricto progenitor nunca quiso que sus hijos siguieran los pasos profesionales que él cultivó como hombre para abrirse el camino de la dicha artística y existencial, pero sus hijas (Celmira, Inés, Carmen) y sus otros retoños (Alfonso, Julio, Heberto) rompieron con la restrictiva actitud paternal. Y de qué manera.  Tuvo que convertirse en el mejor instructor y mentor de sus hijos. 

 

Y hubo un trascendente hecho en esa musical familia. En la población de Honda, muy cercana donde nació, Milcíades Garavito, ejecutando la flauta, mientras su padre lo hacía con el piano y sus hermanos Alfonso en el violín y Julio en el contrabajo, permitió lo que inicialmente ha sido considerado como el nacimiento de la Orquesta Garavito. Transcurría el año de 1921. Interpretando bambucos, valses, torbellinos y polcas, principalmente, la agrupación se ganó los favores de la comunidad en fiestas y programaciones especiales. Pero fue en 1928 cuando la Orquesta Garavito, asentada en Bogotá, mantuvo por dos decenios su popularidad, a la que llegaron otros músicos que cimentaron su estructura orquestal.

Emilio Sierra
Emilio Sierra

Emilio Sierra, otro reconocido músico colombiano, nació en Fusagasugá, sur occidente del departamento de Cundinamarca, el 15 de septiembre de 1891. Su amor por la música la sintió siendo niño, cuando aprendió a tocar el tiple y la guitarra. Un sacerdote de apellido Rey, que cantaba y tocaba varios instrumentos, y que gozó de mucha simpatía en su feligresía, le enseñó a dominar el armonio. Al dominar los secretos esenciales de la música, en 1906, siendo una joven promesa del arte musical, dirigió los coros de las iglesias de Fusagasugá, Chipaque, Sibaté y Choachí. Dos años después, lo hizo en los templos de Chía y Zipaquirá.

 

Su máxima aspiración, empero, fue la de tener su propia orquesta, convertida en realidad en la última población señalada al fundar una agrupación mixta, que fue la primera experiencia conocida en Colombia. Y a finales de los años veinte, logró conformar una sólida orquesta con 25 músicos, algunos de los cuales marcharon con su director a Bogotá, en 1935, para constituirse en la capital de la República la organización musical que le compitió a la Orquesta de Milcíades Garavito.

 

En cuanto a los músicos cubanos mencionados, María Teresa Vera fue una guitarrista y compositora que nació el 6 de febrero de 1895 en La Habana. Sus estudios con la guitarra los realizó al lado de José Díaz y Manuel Corona. Convertida en una diestra guitarrista y portadora de una voz afinada que transmitía los sentidos más expresivos de los cantos cubanos, en 1916 se unió con Rafael Zequeira para conformar un laureado dueto que permitió difundir los ritmos isleños por medio de sus grabaciones y sus visitas en cinco oportunidades a Estados Unidos.

 

Esta trovadora cubana, entre 1923 y 1931, formó un dueto con Miguelito García, para luego unirse a Justa García, Dominica Verges y Lorenzo Hierrezuelo en un sonado cuarteto, al que le siguió otro del que hicieron parte el mismo Hierrezuelo, Hortensia López e Isaac Oviedo. Pero la inquieta María Teresa Vera también organizó el Sexteto Occidente, conformado por Julio Viart (tres), Ignacio Piñeiro (contrabajo), Manolo Reinoso (bongoes), Francisco Sánchez (coro-maracas) y Miguel García (segunda voz).

Llorando a Papa Montero (Tata Peraza) Dúo Trova Cubana - Rumba.

Emilio Sierra en Bogotá.
Emilio Sierra en Bogotá.

Que vivan los novios (Emilio Sierra) Orq. Emilio Sierra - Rumba Criolla.

Carmen de Bolivar (Lucho Bermúdez) Orq. Lucho Bermúdez - Porro.

Orq. Garavito - Milciades Garavito al centro.
Orq. Garavito - Milciades Garavito al centro.

Por vivir en Bogotá (Milciades Garavito) Orq. Garavito - Rumba Criolla.


Sin embargo, fue el dueto que hizo con Lorenzo Hierrezuelo lo que más perduró en su ámbito artístico (1935-1957), con el que pudo viajar a México y constituirse en una pareja con muchos contratos en la radio cubana, como el prolongado en la radioemisora CMZ, del Ministerio de Educación de su país. Agobiada por los años, sus últimas presentaciones en vivo las realizó en el Cuarto Festival de la Música Folklórica, Popular y Vernácula, lo mismo que en el primer y segundo Festival de Música Típica Cubana, eventos programados a finales de los años 50 y principios de los 60.

 

Respecto a Miguel Matamoros, estamos ante la presencia de uno de los íconos más relevantes de la música cubana. Este notabilísimo compositor, guitarrista y cantante, nació en Santiago de Cuba el 8 de mayo de 1894, que a los 7 años ya tocaba, perfectamente, la armónica, para después hacerlo con el instrumento de cuerda que siempre lo apasionó, contando con las instrucciones del guitarrista Ramón Navarro Pérez. Su inmenso talento con la guitarra lo demostró a los 15 años, cuando se convirtió en el puntero de los músicos más solicitados para llevar el mensaje sonoro a las ventanas de las agraciadas damas pretendidas o amadas con ternura.

 

Así como fue demasiado bueno para la música, también lo fue en los diversos trabajos que desempeñó: reparador de líneas telefónicas, minero, agricultor, mecánico automotriz y chofer. Nunca, eso sí, se separó de su amada guitarra, de donde salieron todas sus composiciones, las que logró entonar con el Trío Oriental, primero, en su balbuceante experiencia como creador musical, con el concurso de Alfonso Del Río (guitarra acompañante-tercera voz) y de Miguel Bisbé (segunda voz- claves). A los pocos años, 1924, Rafael Cueto reemplazó al primero de ellos. 

 

Y la constancia del líder artista cubano, lo hizo vencedor para plasmar sus obras en discos. Fue con la compañía RCA Víctor en 1928 en Camden, New Jersey, cuando el Trío Matamoros inició su larga lista de grabaciones, de las cuales 186 correspondieron a la autoría del prestante director en los variados ritmos de su isla. Ese primer disco, en los que aparecieron los temas “El que siembra su maíz” (son) y “Olvido” (bolero), se vendieron en Cuba 64 mil copias, una verdadera revolución en el mercadeo de la música de su país. Lo del Trío Oriental desapareció, surgiendo el nombre de Trío Matamoros por la determinación del técnico de grabación, del cual ya hacía parte Ciro Rodríguez. Fueron 35 años de bregar artístico con una connotación mundial.

 

El híbrido rítmico

 

En la Colombia andina, como ya expuse, nació, se desarrolló y se multiplicó el bambuco como ritmo integrador del movimiento sonoro nacional. Así se convirtió en el canto y el baile criollo por excelencia, aunque siempre se ha venido discutiendo sobre su real origen. Ahora mismo ese debate no es factible para lo que me propongo. Lo importante es ventilar cómo fue su incidencia para que nuestros ritmos caribes tuvieran cabida y aceptación en el interior del país. Miremos un poco sobre esta historia.

 

Desde los primeros años del siglo XIX ya el bambuco se mencionaba como un aire típico de Colombia y de supremo interés histórico puesto que motivó el ánimo de los compatriotas que lucharon en la batalla de Ayacucho en 1824. Y en la segunda mitad de ese siglo, se convirtió en el mejor referente para las manifestaciones literarias que permitieron acariciar el romanticismo bajo las notas musicales de las cuerdas henchidas de identidad. Fueron muchas las poesías de los más fructíferos bardos a las que se les puso los agradables compases bambuqueros, ya fueran nacionales o extranjeros.

 

En esta bella oleada musical, se han destacado a eminentes compositores. Tal es el caso de Pedro Morales Pino con su afamado bambuco “Cuatro preguntas”, un tema que se constituyó en modelo para aquellos compositores que asomaban sus imaginativas cabezas para escribir en el pentagrama sus ricas melodías saturadas de cadencias andinas, como lo hicieron, entre otros, Luis A. Calvo, Alberto Urdaneta, Alberto Castilla y Emilio Murillo, en la reafirmación del bambuco en su ribete nacionalista. Pero viajando por mares, valles y montañas, logró ser conocido y adoptado, con sus especificaciones musicales, en Venezuela, Ecuador, El Salvador, Guatemala, México y Cuba.

 

En la isla de Martí, en 1854, es conocido el caso del músico colombiano Santiago Pujals, que vivió allí en su condición de profesor en la Catedral de Santiago de Cuba. Y en 1870, llegaron a La Habana unos 400 compatriotas identificados con las luchas independistas de esa hermana República, que fueron promovidas por el patriota Carlos Manuel de Céspedes en la conocida Guerra Chiquita, también denominada la Guerra de los Diez Años. Entre los milicianos colombianos se encontraba el payanés José Rogelio Castillo, quien tenía los suficientes conocimientos musicales para llevar el bambuco en sus morrales belicistas para ser secundado en sus cantos por muchos de los compañeros de armas en el extranjero territorio.

 

También merece un esplendoroso reconocimiento en esta labor artística lo hecho por Pelón Santamarta (Pedro León Franco) y su fórmula alternativa con la voz y la guitarra de Adolfo Marín, quienes conformaron un dueto de renombre a principios del siglo XX y que en su peregrinar internacional también desembarcaron en La Habana cuando su interés por grabar tenían sus ojos puestos en Estados Unidos, después de un fructífero periplo por México.

 

Este dueto también cantó en Cuba su repertorio bambuquero, entre los que se destacaron “El enterrador” (Luis Romero-Julio Flores), “Asómate a la ventana” (Luis Romero-Alejandro Flores), “La espina” (Julio Flores-Luis Rosado Vega) y “El palomo” (Gustavo Áñez-Eduardo Echeverría). Con los antecedentes descritos por los colombianos que hicieron conocer el bambuco en Cuba, en este país logró calar nuestro ritmo con un marcado acento isleño de acuerdo con las interpretaciones en vivo y las grabaciones conocidas en Colombia por parte de María Teresa Vera.

 

De esta artista cubana, haciendo dúo con Rafael Zequeira entre 1916-1923, fueron escuchados en Colombia muchos de sus bambucos, destacándose, en primer orden, los titulados “Me parece mentira” (Rosendo Ruiz), “Sepulturero no cantes” (Manuel Corona), “Mi chiquita” (Rosendo Ruiz) y “Mis lamentos a mi guitarra” (Manuel Corona). Pero se ha argumentado que el bambuco cubano de mayor trayectoria y popularidad no solo en la Isla sino allende sus mares, fue el titulado “Rosina y Virginia”, que también ha sido conocido como “Dos lindas rosas”, de la autoría de Rosendo Ruiz y grabado por María Teresa Vera haciendo dúo con Higinio Rodríguez en 1927.

 

A esta prodigiosa artista cubana hay que abonarle, además, la difusión de otros ritmos de su tierra que han perdurado en el devenir de la música afrocaribeña. Ellos, son: el bolero, la criolla, la guaracha, el pregón, la rumba y el son. Ritmos que el famoso Trío Matamoros participó, con el son cubano, en su cimentación en la vastedad territorial de Colombia con sus discos y con la gira que hizo por el país en 1933. Sus presentaciones fueron aclamadas en Cúcuta, Pamplona, Tunja, Girardot, Ibagué, Armenia, Cali, Tuluá, Palmira, Pereira, Manizales, Buga, Bucaramanga, Medellín, Puerto Berrío, Barrancabermeja, Cartagena, Barranquilla y, lógicamente, Bogotá.

 

Las rumbas cubanas, con María Teresa Vera, motivaron, desde la central Bogotá y su periferia nacional, a apreciar esa alegre propuesta musical en los cachacos, tolimenses, las dos costas y los Santanderes, principalmente. Por este motivo, las siguientes rumbas han de ser tenidas en cuenta: “Llorando a papá Montero” (T. Pereira), “Resurrección de papá Montero” (M. Corona), “El triunfo de la chancleta” (I. Piñeiro), “El reloj de Arturo” (I. Piñeiro) y “Buchín el carpintero” (J. Corona). 

 

María Teresa Vera y el Sexteto Occidente.
María Teresa Vera y el Sexteto Occidente.
Trio Matamoros.
Trio Matamoros.

En Colombia, también hay que apuntar, desde esos tiempos el bambuco manifestó tres tendencias en su interpretación: uno lento y melancólico desde las breñas caucanas; otro alegre, muy fiestero, con mucha fuerza bailable, en los departamentos del Tolima y los Santanderes; y otro también alegre, gracioso, con la autenticidad campesina siempre característica de los pueblos boyacenses.

 

A ese bambuco fiestero le apostó bastante Milcíades Garavito por tener una orquesta que puso a bailar en Bogotá a sus nativos y a los provenientes de otros lares. Por eso, su tema con estas características rítmicas, “San Pedro en El Espinal”, arrasó en popularidad. Y como los ritmos cubanos ya hacían parte de su repertorio obligado para danzar, para darles una mayor consistencia rítmica a esas bailables piezas, les proporcionó un toque cubano, caribeño, a tan alegres bambucos. Así nacieron sus rumbas criollas a principio de los años 20, una fusión entre estos dos aires que poseen una métrica de 6/8. Con las tituladas “La loca Margarita” y “Mariquiteña” (letra de Juan Escobar Navarro), afianzó su creatividad y su respeto artístico.

 

La rumba criolla se convirtió, desde entonces, y por más de treinta años, en un ritmo que concitó la proliferación de los buenos bailes bogotanos amenizados por las Orquestas de Milcíades Garavito y Emilio Sierra. Como el hijo de Fusagasugá fue el primero que las grabó, a mediados de los años 30, muchos creyeron, erróneamente, que él fue su creador. Y, sobre todo, cuando en todo el país se cantó y se bailó aquello de:

 

 “Qué vivan los novios, viva la alegría/que yo me iré ahora con la negra mía/pues con mi negrita yo seré feliz/allá en la casita donde la espera su porvenir”.

 

Hasta principios de los 60, “Qué vivan los novios”, vocalizado por Enrique Figueroa, fue un batazo de cuatro esquinas y con las bases llenas en el estadio beisbolero y sin linderos del extenso Caribe colombiano. No hubo matrimonio donde esta pieza no le siguiera al vals “Tristezas del alma”, aquel disco grabado por Los Trovadores de Barú. Emilio Sierra también brilló con sus bambucos fiesteros “On tabas”, “El solterón” y “Qué sabroso” (letra de José Báez).

 

Con la fusión musical entre el espíritu andino colombiano a través de sus coloridos bambucos fiesteros  y el furor jacarandoso de las rumbas cubanas, Milcíades Garavito hizo mover, frenéticamente, pies y cinturas con otras de sus rumbas criollas: “Arrímale algo”, “Después de un besito”, “Calentadora” y muchas más. Emilio Sierra, entre tanto, lo hizo con “Alegres bailemos”, “Esto es candela”, “Pim-pam-pum”, “Déjate querer”, “Amorcito lindo”, “Adiós mi negra”, “Ley del amor” y tantas más. 

 

En Bogotá, como en la fisiografía andina del país, las rumbas criollas les abrieron sus puertas, de par en par, para la entrada y aceptación de los ritmos más populares del Caribe colombiano al tener en su cuadratura una explícita participación de la onda musical cubana.

Matilde Díaz y Orquesta de Lucho Bermúdez.  Nombres de la foto por Otto Álvaro Rojas Gómez , músico de la Orquesta Sonolux - 2017.
Matilde Díaz y Orquesta de Lucho Bermúdez. Nombres de la foto por Otto Álvaro Rojas Gómez , músico de la Orquesta Sonolux - 2017.

El visionario clarinetista

 

La nevera capitalina, así llamada en la Costa norteña, fue sorprendida, en 1944, por la presencia de la Orquesta del Caribe, dirigida por Lucho Bermúdez. Un contrato con el Club Metropolitan fue el motivo para hacer conocer en Bogotá el repertorio que su agrupación interpretaba, en su mayoría compuesto por porros, cumbias, fandangos y mapalés. A través de la radio, en sus programas musicales, pudo el joven director ampliar su propuesta rítmica caribeña entre aquellos sectores poblacionales que gozaban del privilegio de tener acceso a ese medio comunicativo.

 

La Voz de la Víctor se convirtió en una de esas emisoras donde Lucho Bermúdez tocó en vivo su paquete musical. Los locutores Enrique Ariza, Julio Sánchez Vanegas y Pascual del Vecchio, lideraron, en esa estación radial, el popular programa La Hora Costeña. Al clarinetista carmero se le debe que fue el primero en difundir los más importantes ritmos de nuestro Caribe en Bogotá, que en un principio tuvieron una fuerte resistencia, sobre todo en la intelectualidad burguesa educada musicalmente en los clásicos europeos y sus ritmos populares, como también los norteamericanos, pero ya abierta, en cierta forma, a las piezas autóctonas andinas y cubanas por estar soportadas en las sutiles cuerdas españolas y del patio.

 

En eso estribó el importante papel persuasivo de dicho programa radial para que la música del norte de Colombia fuera aceptada, poco a poco, en la ciudad capitalina del país, de unos 200 mil habitantes, muy fría, donde las rumbas criollas ya tenían una fuerte aceptación por estar revestidas de la encantadora fusión entre dos ritmos que impactaron la sensibilidad de la alegría para ser bailadas. Esa maestral capacidad creativa de Milcíades Garavito fue determinante para que Lucho Bermúdez, con su Orquesta, fuera digerido musicalmente con sus cantos netamente caribeños y que poseían una base rítmica de contrabajo, piano, batería, congas y maracas. Lo que vino a romper con la tradicional sonoridad hasta entonces aclamada en la capital de la República.

 

La música alborotada de esos negros, como se decía cuando los oídos de los bogotanos comenzaron a ser turbados por tan estridentes melodías, por ser muy pesada para ellos, con el tiempo el magistral clarinetista, con su Orquesta del Caribe, primero, y luego con la que llevó su nombre, pudo convencer a los fríos cachacos, en las postrimerías de los años 40, que lo que les llevó para que lo disfrutaran era tan importante, como ya lo habían experimentado, en gran forma, con la música cubana. Y que las rumbas criollas, con los bongoes y las claves, ensamblados con violines, chelo, contrabajo, piano, flauta, más dos trompetas, permitieron darle el tumbao isleño, caribe, a los bambucos fiesteros de Colombia.

 

Así comenzaron a ser bailados sus porros “Cadetes navales”, “Marbella”, “Las mujeres de San Diego” y “Señora Santana”; sus fandangos: “Once de noviembre”, “Chambacú”, “Joselito Carnaval” y “De que se cae se cae”; lo mismo que la gaita “La escoba” y el vals “Tristezas del alma” (Luis Rodríguez), de la veintena de piezas grabadas por la Orquesta del Caribe. Y con la que llevó su nombre, Lucho Bermúdez alcanzó una meteórica popularidad cuando grabó con la voz de la diva Matilde Díaz, en mi concepto la mejor intérprete de la música caribeña de Colombia.

 

Muestra de ello, en esa época, fueron el sonsonete “Caprichito” y los porros “Gabrielucho” y “Carmen de Bolívar”, este último a dúo con El Negrito Jack. Pero también merece ser destacado José Barros por sus aportes autorales y cantoras en los porros “Así es mi tierra” y “El guere-guere”. Admirable fue también lo que hizo Milcíades Garavito al grabar porros teniendo como vocalistas a Luis Carlos Meyer.  De testimonios quedaron los titulados “Como son las mujeres” y “Micaela” (L.C. Meyer), quien hizo de la rumba criolla “Por vivir en Bogotá” un éxito nacional dirigido por el gran maestro tolimense. 

 

Pero José Barros no solo tuvo al músico de Fresno en su condición de instructor sino que, con su Orquesta, impuso nacional e internacionalmente, con su voz, el conocido porro “El gallo tuerto”. Y Emilio Sierra, para no quedarse atrás, se apoyó en las voces de John Bolívar y El Negrito Jack, cantantes que trabajaron con Lucho Bermúdez, cuando grabó sus porros “La mariposa” y “Porro e’ la negra”.

 

La historia, en su fundamentación investigativa para obtener informaciones de los hechos humanos del pasado, sea como transmisión o conservación de lo sucedido en el tiempo, nos lleva a considerarla, culturalmente, en el exacto contenido del concepto de tradición, que no es más que la reiteración bien tratada de los hechos sucedidos para afianzar lo evidente, lo significativo, al ser realidades a tener en cuenta en la memoria de los pueblos en sus procesos de afianzamiento espiritual. 

Vivan los novios.
Vivan los novios.

Por ello, lo creado musicalmente por Milcíades Garavito, ya exaltado por medio de su novedosa rumba criolla, que se convirtió en un considerable bastión para que los ritmos afrocaribeños se expandieran por Colombia con el concurso de músicos del interior del país, es algo de suprema importancia en la historiografía sonora entre nosotros. Este músico tolimense, secundado por Emilio Sierra en la enorme tarea artística expuesta a lo largo del presente trabajo, no puede mantenerse en la curva histórica del olvido. Reivindicar su aporte nacional en la música es más que un imperativo. Si nos preciamos de conocedores y bailadores de los llamativos ritmos cubanos, no puede quedarse en el tintero de la indiferencia el nombre de Milcíades Garavito. Y, de paso, el de Emilio Sierra.

 

Que la tradición, hecha historia en su manifestación humana recopilada por el sinuoso tiempo, los tenga en el verdadero lugar que merecen: el de creadores de una música que trascendió en los albores del siglo XX con mucha sapiencia imaginativa. Y si la rumba criolla ya no nos pone a bailar, este ritmo es un loable antecedente que nos ha permitido entender por qué lo afrocaribeño, en su dimensión musical, es lo que actualmente bailamos los colombianos. Y en ese proceso de su afianzamiento, fue de mucha valía el papel protagonizado por esos dos colosos de la música colombiana. 

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Barranquilla, abril 14 de 2017.

  

*Miembro de la Corporación Club Sonora Matancera de Antioquia y de la Asociación de Amigos, Coleccionistas y Melómanos de Cali (ACME). Miembro del Colegio Nacional de Periodistas.

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